Aquel miércoles de junio hacía calor pero eso no nos impedía jugar en el campo. Ana y yo estábamos muy contentas acababan de nacer tres perritas como tres piedras preciosas a los que yo no veía, pero solo con escuchar la descripción de Ana sabía cómo eran. Ana era mis ojos y todo lo que oía de sus labios me lo imaginaba. No podía estar más feliz, nunca me había sentido así.
Los perros eran marrones y muy pequeños, los escuchaba ladrar y no cabía en mi más felicidad. Después de jugar con ellos merendamos tortitas con nata. ¡Qué buenas! Al terminar nos fuimos de nuevo con los perritos y nos tumbamos en la hierba fresca con ellos.
Ana se quedó a dormir y le di uno de los perritos, le puso de nombre Reina, estaba muy contenta. Al día siguiente al despertarme distinguí algunos colores pero solo eso; tenía la esperanza de poder ver algún día y parecía que se iba a cumplir.
Los perros se hacían cada vez más grandes y yo veía cada día más.
Después de ir a muchos médicos me dieron la esperanza de poder volver a ver.
Pasado un tiempo lo veía todo menos los colores los cuales estaban tapados por una neblina oscura.
Llegó el día esperado, esa neblina se fue de mi vista y vi a esos perritos marrones claro, con dientes afilados; a esa hierba fresca del verano y a esa amiga que me enseñó a ver sin ojos.
Peque
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