Nunca olvidaré mi primera visita al dentista. Acababa de cumplir los diez años, cuando una noche, no podía conciliar el sueño debido a una pequeña molestia en mi boca. No quise avisar a mi madre porque sabía que el dolor venía de una muela y si ella se enteraba me llevaría al lugar de mis pesadillas: el dentista. Los dentistas no me gustaban porque, en varias ocasiones, había acompañado a mi hermana mayor y ella siempre lloraba al salir. No me gustaba ni el olor, ni que la gente saliese con sangre en la boca, ni que un tío me tumbase en una camilla y hurgase en mi boca. Por este miedo, aguanté con el dolor toda la noche y esperaba que al llegar el día se hubiese pasado. Pero al llegar la mañana, tal fue mi sorpresa que al mirarme al espejo mi cara parecía un pez globo ¿qué era ese bulto a mi cara pegado? Por mucho que lo intentase no podía disimularlo y mi madre lo iba a notar. Cuando fui a desayunar, mi madre me lo notó en seguida y me dijo sin vacilar: “hoy no vas al colegio, vas directamente al dentista”. Lloré suplicándole que no me llevase. Pero fue en vano, llamó al dentista y nos dio cita para las doce de ese mismo día. En ese momento salí corriendo hacia mi cuarto y me escondí debajo de la cama. Estuve allí escondido un buen rato pero no sirvió de nada. Me encontró y me llevó casi arrastrándome. En el ascensor del dentista mis nervios aumentaban. Cuando llegué a la consulta me dijeron que tenía que esperar. La espera se pasó volando, entré y cuando vi a aquel hombre con su bata blanca, con los guantes puestos y su sonrisa perfecta me puse a llorar. Pero, finalmente, y, al contrario de lo que pensaba, la cosa no fue tan mal. El dentista y su ayudante fueron muy amables y hasta me hicieron un regalo. Y lo mejor de todo, el dolor desapareció y pude dormir.
El investigador asombroso
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