viernes, 23 de abril de 2010

El principio del fin


Los primeros rayos de luz iluminaron toda la habitación que antes había estado sumida en la penumbra. Era una suerte para mí, quería verlos por última vez. Esta noche había sido muchísimo más tranquila que las anteriores, mis dolores de la edad habían desaparecido y me sentía bastante bien. Eché una ojeada a toda mi habitación. En el sillón más cercano a la puerta estaba mi hija pequeña, bueno, ya no tan pequeña, ¡cómo había pasado el tiempo!

Miré a mi derecha y allí estaba ella, tan guapa como siempre, cincuenta y tres años casados y para mí seguía exactamente igual. Se había acomodado en una silla que había acercado a la cama para estar lo más cerca posible de mí. Estaba en un profundo sueño y su cara estaba serena, pero sus mejillas aún estaban húmedas de llorar. Debajo de sus ojos castaños tenía unas leves pinceladas de color púrpura, y no era de extrañar, se había pasado la mayor parte de la noche despierta, mirándome, esperando con mucho dolor al momento que pronto llegaría…

Toda una vida, que se me había antojado cortísima, se me escapaba en cuestión de minutos, paso a paso, de suspiro en suspiro… En estos momentos es cuando uno empieza a recordar toda su vida… las situaciones felices, las tristes, e incluso el recuerdo de mis padres y hermanos que ya se habían ido. Tenía muchas ganas de volver a verlos. Sobre todo a mi madre, ¡cómo echaba de menos a mi madre! Ese era el único consuelo que me quedaba ya, pero también dejaba atrás a mi mujer y a mis dos hijas. ¡Cuánto dolor veía en sus caras!, ¡cuántas lágrimas habrían derramado desde hace una semana llena de noches de incertidumbre, en las que creían que no se podían separar de mí porque quizás era la última vez en la que estaban conmigo!, ¡cuántos recuerdos me venían ahora a la memoria, con tantísimos detalles y con tanta claridad!

Yo sentía que cada vez me alejaba más de ellas, cada vez más, y más… Y de nuevo empecé a oír los lloros y lamentos de mi familia, que volvía a estar despierta y que no quería dejarme marchar, pero yo tenía que irme, mi tiempo aquí había terminado. Mi hija mayor subía estrepitosamente las escaleras para darme otro de sus “te quiero” cotidianos y para volver a despedirse de mí. ¡Cuántas veces se habría despedido ya!

Pero que dejasen ya de llorar, por favor, que ya no merecía la pena. Quería recordarlas a todas tan risueñas como siempre, y nunca las olvidaría, como sé que ellas tampoco se olvidarían de mí.

En el pasillo la oí hablar con mi nieto.

-¿Qué es lo que le pasa al abuelito, mamá?

-Nada, cariño. Aún son las seis de la mañana, ¿por qué no vuelves a la cama? Verás que cuando sea de día volverás a verle y a reír con él. ¿De acuerdo?

-Vaaaale -dijo el chiquillo resignado y volvió a entrar en su habitación-.

Pero mi querido nieto ya no volvería a verme. Tampoco lo olvidaré a él, tan risueño, tan lleno de vida…

El momento ya llegaba, y todos se pusieron a mi alrededor y me miraban tristes con los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas. Mi mujer me cogía de la mano, me daba ánimo, seguridad… ya me permitía marchar. El momento había llegado.

Otra mujer que había venido desde allí me estaba esperando para mostrarme el camino. Ella estaba delante de la cama, igual que siempre, con esa sonrisa que solo podía ser suya. Era mi madre.

No había tiempo de más. Era mi momento. Como despedida les dediqué a todos una espléndida sonrisa, una sonrisa que después de respirar profundamente y morir no se fue de mi cara.

Perseo

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